29.4.09

Taquilla 1219

Nací hombre, pero siempre quise ser mujer. No tuve más remedio que salir del armario y convertirme en homosexual, o lo que comúnmente y de manera quizás algo desdeñosa las malas lenguas aclaman como marica.
Salí con más de cuarenta minutos de retraso del maldito médico de la Seguridad Social que me dio la denigrada noticia. Un gay sero positivo más. Así, no me quedó otra opción que, totalmente desolado, antes de escuchar que mi estado era ya avanzado y no podía recetarme medicación alguna, cerrar de un portazo la puerta del doctor Cugat e intentar vivir al máximo cada segundo que pasaba para que no se convirtiera en la manera más estúpida e inútil de malgastar el tiempo, mi tiempo, mi vida.

Bajé las escaleras del segundo piso del ambulatorio de color verde hospital. Cantidad de inenarrables olores intensos y áridos invadían mis fosas nasales, que veían como de manera perturbadora iban captando la fragancia de las grises ropas de ancianos que ocupaban todos los bancos y sillas de la sala.
Pasando por el rellano del primer piso me topé, despistado, con cien mil carritos de bebés, que componían benévolamente mediante lloros y chillidos una sinfonía apta sólo para padres cardíacos.

Decidí deambular por la ciudad sin destino meditado. Los pensamientos que rondaban mi cabeza se dividían, por una parte me sentía como la persona más imbécil del mundo, pero otra, más imprudente e impetuosa sabía que debía aprovechar el tiempo que me quedaba de vida al máximo. Sin motivaciones para pararme a pensar, como de costumbre, reaccioné de manera audaz. Me decanté una vez más por lo sencillo, por lo frágil e insípido, por el placer.
Cogí el metro, adentrándome sin pagar en el inmenso y silencioso mundo subterráneo, si no fuera por las melodías de desvergonzados cantautores que llenan de vida pasillos y estaciones a cambio de algún triste y lacio céntimo. Entré en el vagón y me convertí en el centro de atención de algunas miradas atónitas. No era de extrañar, solía vestir con un estilo alocado, ropas ajustadas de colores chirriantes y zapatos de nylon. Lucía mi peinado estrella, el pelo totalmente engominado y en punta, como si hubiera expuesto mis dedos a 220 voltios. Cejas depiladas. Pendientes, anillos y demás adornos y bisuterías resplandecían con ímpetu bajo la luz de los fluorescentes. Y colonia, mucha colonia, de la buena.
En pocos minutos me planté en la estación de Châtelet Les Halles, en el centro de París. Salí del metro después de perderme en los laberínticos pasadizos. La gente seguía observándome y probablemente juzgando mi sexualidad e incluso, mi vida. Pero no me importaba, fiel a mi particular manera de verla caminaba rápido y erguido. Eso sí, la posición de las manos, el ligero movimiento pélvico y la voz delataban y hacían evidente lo irrebatible.

Busqué un lugar del que un amigo algo sigiloso y entre la más estricta de las conversaciones me había hablado hacía algunas semanas. Me asombró que entre dos amigos homosexuales existieran esas distancias, tabúes y secretos que desmerecieran esa reciprocidad entre nosotros. Sin merodear la zona fui directo al local. No era necesario inspeccionar sus alrededores, lo interesante estaba allí dentro. Y cada vez anhelaba más entrar, desahogarme y expulsar activa o pasivamente exhausto y sin recelos la rabia que encomendaba.
Un simpático joven, al parecer nórdico y de no más de veinticinco años me recibió muy amablemente en una sala amplia, con aroma acaramelado, llena de luz y frialdad. Nos separaban a penas cincuenta centímetros, mientras tomaba mis datos, sentado tras esa alargada mesa de nogal. Una tenue canción de Barry White hacía que el silencio en la conversación fuese más plácido. Sus ojos eran verdes y su voz suave platicaba un francés imperfecto. Lástima que fuera él el recepcionista porque era monísimo. Después del breve diálogo me dio dos toallas, unas zapatillas de piscina y una pulsera azul marino con las llaves número 1219.
Abrí la puerta del vestuario y busqué nervioso e impaciente entre las tres paredes de taquillas. Allí estaba la mía. En la estancia no había más que un señor desnudo, algo canoso y desgastado sentado en una banqueta. Aunque parezca sorprendente creo que ni me vio entrar. Estaba petrificado, como si de una estatua se tratase. Ojos cerrados, inmóvil, yermo.
No obstante, sin pudor me quité los zapatos, los vaqueros ajustados y la camisa, dejándolo doblado todo en el interior. Cerré la puerta con llave y una vez desnudo me miré haciendo caras de chico interesante en el espejo durante escasos cinco segundos, ojeé extrañado si el abuelo seguía intacto y me dirigí hacia las duchas. Un rectángulo también azul marino con letras blancas informaban y dirigían hacía la derecha la “sala principal”. Seguí con tímidos pasos adelante hasta pasar por una puerta de tiras de plástico, que resguardaban la temperatura del lugar. La piel empezaba a sentirse arropada por el vaho, el calor aturdía mis sentidos y empezaba a sentirme observado. La luz pareció apagarse, hasta que mis pupilas se acomodaron y adaptaron a la tenue luz que alumbraba el lugar. Grandes velas colaboraban con la causa, además de crear un ambiente envidiable y romántico. Muchos chicos, con las mismas zapatillas, toallas y pulseras que yo. Todos desnudos. Hablándose en silencio con suntuosos juegos de miradas. A mano izquierda la sauna, a la derecha el baño turco y recto la barra de un bar con camareros de gimnasio en bañadores cortos. Había también un cartel que indicaba dónde estaban los “cuartos oscuros”, numerados del uno al diez.
Me sentí durante más de tres minutos aturdido, desubicado, confundido. Jóvenes y ancianos, flacos y gordos, feos y guapos, todos estaban unidos en aquél lugar para dar y recibir placer. Como si de una secta se tratara. Sin embargo, no rezaban ni creían en ningún ser divino que puede o no existir más allá del firmamento, ni siquiera creían que la presa a la que acechaban les gustaba. Allí todos buscábamos sexo. Sólo sexo. Para recrearnos y fantasear, tal y como los heteros hacéis mientras imagináis vuestro último polvo y os masturbáis, pero sin que ronden imágenes superfluas y transparentes por nuestra mente, en vivo y en directo.

Empezaba a sentirme cómodo entre tantos hombres, tipos que podrían haber sido vecinos míos, profesores o incluso, algún compañero de trabajo.
Me adentré en la sauna, el penetrante olor a eucalipto refrescaba mis pulmones y los de los que estaban dentro de esa enorme caja de maderas perfectamente alineadas. Mis respiraciones profundas acompañaban guiños, contemplando sin pestañear a un yogurín que tímidamente me devolvía las miradas cada ciertos segundos y que imprimía, bajo su toalla blanca un gran miembro. Me sentía cruel al pensar que le destrozaría la vida, que él también cerraría de un portazo al de oír la noticia de su médico de cabecera, pero sin darme tiempo a más, con un rápido gesto con el cuello inclinando la cabeza me incitó a salir de la acalorada sala. Abrió la puerta de cristal con delicadeza, a sabiendas que yo estaba justo detrás de él pero sin girarse para cerciorarse. Le seguí hasta que entró en uno de esos cuartos, el número seis, en los que reina la oscuridad y en los que tan sólo había un espejo y un pequeño muro de hormigón para hacer realidad fantasías.

Sin decir una palabra se avanzó jadeando hasta mi encuentro, pues yo permanecía tan inmóvil como el viejo del vestuario, se lanzó contra mí y me besó introduciendo su lengua hasta mis amígdalas. Su suave tacto acariciaba mis músculos, para aquél entonces ya algo desnutridos. Entre la penumbra veía cómo me miraba fijamente después de cada beso. No hablaba, ni siquiera murmuraba. Sentía como nuestros cuerpos sudados se unían, chorreando incansablemente, gimiendo en cada impulso, gozando de cada parte de nuestro organismo. Sólo se escuchaban sollozos y gritos de mi acobardamiento ante mi excitación al tener dentro algo tan grande. Nada es obsceno si proviene del deseo. Nos besábamos, mordíamos, golpeábamos y enculábamos mirándonos al espejo. El uno al otro y viceversa. Probamos con muchas posturas y disfrutamos durante más de hora y media del placer de penetrar sin querer, de ser querido sin tener que querer.
Sin decir nada y con serios síntomas de complicidad decidimos parar. Cruzamos nuestras miradas dibujando ambos pícaras sonrisas, abrí la puerta dirigiéndome al baño turco a descansar un rato. Él no sé dónde se marchó, pero sí que sé dónde acabó…

1 comentario:

  1. ...ja l,havia llegit,m'agraden ls dscripcions et creen una imatge visual d tot l k hi ha al voltant del protagonista! Tambe m'agrada akt afany d venkança contra el mon en general!

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