No hay nada más bonito que observar fíjamente unos labios carnosos, ojos verdes y un bonito perfil con el pelo recogido mirando incansablemente y sin razón aparente el paisaje por la ventana del interraíl. Una imagen perfecta para mi máquina de fotos, pero no encontraba en ningún lugar papel para imprimir la instantánea con mi antigua Polaroid.
Aquella mañana comprendí que los aburridos paisajes pintados de verde y azul con acrílicos daban rienda suelta a los sentidos y a la vez, tenían sentido. Las vacas daban movimiento y vitalidad a ese estático y duradero silencio verde; las nubes, sin más dilaciones intentaban contrastar una saturación vitalicia de color cyan; los árboles empezaban a teñir sus hojas de otoño y algunos pájaros huían a lugares donde el frío no helera las zonas donde no llegaba el sol. No existían las parcelas, ni siquiera el hombre.
Sólo estaba ella, frente a mi, tarareando una vieja canción de Barry White, “You are the first, you are the last”. Sonriendo inintencionadamente mientras yo la miraba sin pestañear. No quería perderme ni un instante de aquella postal que nunca tendré la oportunidad de tener frente a mis ojos. No importaba lo que pensara, ni la conocía ni pretendía hacer lo posible para que me conociera, pero era la manera de conservar la inspiración en mi retina. Yo sólo pretendía congelar su labios, su mirada, su perfil. Cogí la libreta torpemente y me decidí a dibujarla sin trazos, sin manchas de carboncillo ni goma de borrar, escribí lo que mis ojos veían con letras porque era la única manera de tenerla guardada en un papel, algo físico, materialmente más duradero que una simple imagen visual y mental, quería poder recordarla sin esa nieblilla que entela los ojos cuando piensas en el pasado. Unos minutos más tarde me pidió, en un impulso de simpatía, leer lo que escribía... pero, por suerte, no logró entenderlo.
18.1.10
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