29.8.09

Escribir en un bar es como representar una obra teatral en un escenario vacío.

Marcela cada vez se había acostumbrado más a bajar a dos de los bares que había casi debajo de su casa. No sabía si era por la cerveza, si era por escuchar voces humanas rumoreando y contándose historias que ella no lograba escuchar o si era porque le gustaba escribir sobre escribir en una mesa sola.
Marcela, a pesar de la sensación que pueda dar alguien que baja solo a un bar, sabía que su vida tenía sentido. Ella oía, cuando escribía sobre ello, una mariposa volar y podía escuchar el sonido lejano, débil, pero relajante de una cascada de letras. Amaba cada grafía, cada trazo de cada letra y, letra por letra, palabra tras palabra, intuía el gran dibujo que creaban sus breves textos, el gran río de letras que desembocaba en una cascada infinita.
Intentaba muchas veces no escuchar nada, sólo el ruido del lápiz sobre el papel, y lo conseguía, salvo cuando siendo noche de fútbol odiaba el grito emocionado de gol en todas las mesas menos en la suya.
La vida tenía sentido si bien tantas veces la silla de enfrente estaba vacía. Alguna vez se sentaba en una mesa con una sola silla, pensando que una estúpida “ley del universo” la había preparado para ella, pero cambiaba a otra mesa, normalmente la del rincón, al ver que la silla que faltaba estaba ocupada por alguien que la había cogido porque la necesitaba en una mesa de cuatro donde eran cinco.
Sólo en parte, añoraba a la amiga invisible de la infancia con quien, dejando de lado la dificultad que eso suponía, apretujaba las manos hacia el espejo en busca de entretenimiento mientras cantaba: Dan dandero, dandan olé olé, sí sí quiero, sí, sín, olé olé, mini mini eco eco…”..
“¡Uuuuuh!, ¡Ooooh!”. Marcela odiaba todavía más el grito de “casi gol”, y entre el clamor colectivo y a la vez solitario del bar, ella dejaba su faena de pobre escritora retraída para volver a su tarea espiritual en cosa de uno, dos, tres, cuatro segundos.
Tenía familia, tenía amigos – siempre contados con dos o tres dedos de la mano – y pareja, el alma gemela que muchos de los que no iban solos a los bares echaban tanto de menos entresemana. Pero ella no entendía por qué se daba tan escasamente una comunicación completamente sincera y constante con esas personas. De todos modos, eso no le quitaba el sueño, porque el trazo del lápiz gris era todo cuanto necesitaba para expresar de verdad, para plasmar su verdad interior. Poca gente tenía la oportunidad de exteriorizarse en público, aunque el público no le prestara atención.
De tantas cervezas que había consumido y que iba consumiendo, ya no sentía la bebida amarga. No como al principio, como cuando iba con aquella gente que ya no recuerda, cuando Marcela iba tragando despacio el zumo de cebada sorbo a sorbo. Se preguntaba si a los que estaban también, como ella, solos en el establecimiento les sabía ya dulce de tanto probarla. Y es que resulta que siempre había una pequeña tropa de desamparados sin compañía en los bares, sí; pero nunca nadie escribía, nunca.
Se sentía sola y, dejando de lado que ella misma se ausentaba, sobretodo de las muchedumbres, se seguía sintiendo sola. Ese era quizás, aunque parezca contradictorio, el motivo por el que no disfrutaba de esa comunicación sincera y constante ya antes mencionada. No obstante, lo cierto es que le gustaba estar sola y así sentirse en la soledad infinita que nos brinda la sensación de libertad, ya que eso suponía imaginar que esperaba a una princesa parecida a ella, igual que ella, yo diría. Lo que más le costó comprender es que esa princesita solitaria y crítica era ella, sólo ella, y no un amante, un amigo, o un familiar. Su espacio era pequeño, el suyo y el de su princesa y, a pesar de poder escribir que su burbuja -así solía denominar el territorio personal de cada individuo- era grandiosa e incluso infinita, se le borraba lo escrito del papel o éste explotaba en un haz de luz inmenso.
Y ahora, que con estas palabras ella había conseguido convertirse en la mina del lápiz, y ésta en sonidos, que eran las letras, las mismas que habían acabado formando estas palabras unidas que combinadas habían originado las oraciones, y ahora que resultaba que las cláusulas juntas ya eran los párrafos que componían este texto, Marcela había ensanchado su burbuja -no busco sinónimos porque ella solía llamarla así -, y esta había perdido sus límites transparentes hasta dejar de ser una pompa -ahora recuerdo que en ocasiones la llamaba así-.

Un sonido, un gran estruendo, había terminado con todo lo que ella odiaba; era la explosión de un papel que alguien se había dejado al lado de una copa de cerveza vacía que estaba encima de una mesa blanca de un bar casi debajo de su casa.


Extraído de “Últimas historias que permanecieron del siglo XX” de SUSANA MÁKNA2

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