26.2.10

Vacío

El vacío me ha hecho el vacío.
Ya no tengo nada.
Angusto. El mundo sobrecargado,
En Barcelona no se esconden héroes.

Héroe vacío,
Suspiro sin nombre exhalado en el horizonte oblicuo,
ora se une con una bocanada angustiosa,
ora se pierde oscilando sobre la arena amarga.

En Barcelona, el aire es azul; el cielo, gris,
y el aire huele a la aroma del perfume verde de las hojas.

El sobre de Gus


El sobre de Gus

Recibí un sobre de Gus. Hacía días que no me contaba lo mal que le iba todo. A menudo me decía que le dolía el espíritu, que nunca era de día y que el cielo nos engañaba con su claro azul para que sonriésemos, pero que seguía siendo permanentemente de noche. La noche eterna. Una noche sin estrellas, una noche vacía de luna. Yo nunca le creía, yo quería que el cielo fuera azul clarito; es más cómodo. Me decía también que el mar era negro, negro e infinito, y angustioso y que su color oscuro se reflejaba en el cielo, pero que ese sol que acabaría desapareciendo lo aclarecía un poco, modificando su color de negro infinito a azul oscuro. Me decía también que ese azul oscuro del cielo de día era el color de la tragedia, de la tragedia humana, de la desazón vital, de la sensación de sentirse insignificante, mortal y sin Dios en un momento en el que daba la sensación que el cemento del suelo siempre sería gris. Ah sí, es que esto no es todo, había mandado más de cinco cartas al Ayuntamiento pidiendo, probablemente exigiendo, que pintaran de una vez el color del suelo de Barcelona porque, de no ser así, el mundo ─ la sociedad ─ caería en un espiral amargo muy muy pero que muy gris, gris como el cemento.

El sobre de Gus era azul. De ese azul tan hondo del mar. Sólo tenía escritas nuestras direcciones y nuestros nombres. Dentro venía un papel en blanco y unas tijeras. Lo abrí, cogí las tijeras y corté el papel en dos partes asimétricas que, ajuntadas de nuevo, parecían dos siameses deformes. No sé por qué lo hice, ni para qué. Tampoco así logré entender el mensaje. Mi hermana mayor, Lauri, y yo intentamos descifrar el mensaje durante toda la tarde; no hallamos respuesta alguna que fuera mínimamente coherente. No tenía que serlo.

Llamé a Gus: “el número al que llama está apagado o fuera de cobertura en este momento, inténtelo más tarde”. No quise intentarlo más tarde porque me supo mal el tono en que lo decía esa voz prepotente. Probé al fijo: Gus ya había cogido el vuelo hacía Burgos. ¿Qué vuelo? Tardaría cinco meses y catorce días en volver.

Caí en la cuenta de que si el sobre era azul oscuro significaba tragedia. ¿Pero qué tragedia? Las tijeras significarían algo así como cortar y el papel en blanco era lo qué cortaba. ¿Era ese papel símbolo de lo perdido? ¿O era símbolo de su ahogada vida? Tres meses después pensé que quizás yo era ese papel.

Resulta que Gus volvió antes de ayer con su maleta azul marino. Picó al timbre de mi puerta. Tardé cuatro minutos en abrir. Él aprovechó para descansar en el rellano, sentado en un escalón del color del granito. Cuando se levantó le abrí. Nos miramos antes de darnos ese beso extraño que se dan los enamorados cuando no saben si deben seguir su instinto o apartarse. No hablamos nada. Dejó su maleta en el recibidor, me dirigió hacia el sofá. Nos sentamos. Abrió la botella de vino que había comprado hacía un año y que nunca habíamos llegado a probar. Sorbo a sorbo, nos bebimos dos copas. Seguimos callando: él mirándome a los ojos, yo escondiendo mi mirada de miedo y sorpresa. Se acercó todavía más y aprovechó que tenía la boca aun levemente abierta por el asombro para introducir su lengua y moverla en un remolino estruendoso. Estuvimos bailando un vals muy lento y seguimos el baile en la habitación: él bailaba su lengua en mi entrepierna, yo hacía bailar mis senos en su tez.

Nos dijimos adiós con los ojos. Cuando ya había cerrado la puerta y había echado a andar por el pasillo, vi dos sobres deslizarse por el suelo del recibidor. Venían de detrás de la puerta. Abrí el que tenía el número uno, esta vez no era azul negruzco, era blanco, y dentro se disculpaba por el sobre de hacía cinco meses, y me decía que yo merecía otro sobre más especial, y que abriese el número dos. Lo abrí. Dentro había unas tijeras rotas y muchísimos trocitos de papel enganchados con celo grueso en una tira de unos veinte centímetros. En este sobre también había un papel, me decía que si yo no había conseguido entenderlo a él, ¿quién iba a hacerlo? Me dijo que no volvería a romper conmigo con un símbolo que yo pudiera no saber interpretar. ─ ¿Qué yo pudiera no saber interpretar? ¡Si era imposible!─.

Entonces caí en la cuenta de lo qué había pasado. Quise, desde mi ingenuo corazón, pensar que quiso enviarme un mensaje indescifrable para tenerme entretenida y así no hacerme daño, pero no pude. Me sentí una marioneta tirada a la basura y recuperada del contenedor. Me acerqué corriendo al balcón, lo conocía demasiado como para saber que estaba mirando desde la calle los geranios de mi terracita con cara de simulada indiferencia (esto es a menudo un rasgo inconsciente) pero con un dolor tremendo en el pecho. Estiré el brazo y lancé la colilla del cigarro que se me había consumido entre los dos dedos. Luego estiré el otro brazo y solté los tres sobres, el de hacía ya cinco meses y los de aquel día, y cayeron nueve pisos abajo. Bueno, no voy a mentiros, aunque no quiero que penséis que soy algo frívola: la verdad es que los lancé de la misma manera que el Discóbolo soltará un día de estos ese disco que lleva tantos siglos agarrando y que no para de girar sobre sí mismo preparado para llegar al espacio y atravesar un planeta en una grieta iracunda.

El caso es que de Gus nunca más volví a saber nada.


Noviembre 2009

22.2.10

Casualidades

Segundo día sin dormir y otra sacudida inesperada a mitad de la noche.

Por lo general, el sentimiento de frustración rasga nuestra realidad soterrando la inconsciencia más cercana a la felicidad, mina nuestras decisiones de una manera silenciosa, y constante. Pero a veces no. A veces, de hecho solo un par de veces o tres en la vida, en los casos en que el paciente no presenta patologías específicas, esa frustración debora el límite intentando ejercer de eximente, sacando lo mejor de cada uno de la manera más pura, más límpia, más animal. Es entonces cuando nos mostramos, cuando utilizamos la violencia para expresar lo que somos aunque entendamos que no nos lleva a ninguna parte.

Durante los siguientes venticinco años ella había cumplido resignada el papel de figura paternal y madre amantísima al tiempo. Cuidaba además a Pedro hasta en el último detalle, como queriendo devolverle el orgullo que ella misma le arebataba cada vez que decía que era una personita muy especial. Cada día le vestía cuidadosamente en un orden meticuloso mientras él le tocaba el pelo con una fuerza descontrolada y la mirada perdida. Pantalones perfectamente planchados, camisa de cuadros por dentro, americana al uso y bocadillo envuelto acompañado de zumo y sus correspondientes servilletas en la cartera de metal que su hermano le había traido de América y ala, a la plaza. Todo el mundo conocía a Pedro, cumplía de libro su figura en aquel pequeño pueblo de Ávila, y no había vecino que no le tuviera cariño.

Sebastián , por su parte, había hecho las veces de paladín de Pedro, cualquier niño que se metiera con él sabía que tendría problemas con su hermano Sebas. Su constitución física evidentemante más pequeña que la de Pedro nunca le resultó un problema para ganarse cierta fama. Mientras estuvo en el pueblo, claro. Después las cosas cambiaron. Pedro siempre estuvo presente mientras Sebas creció, estudió en Madrid y se marchó a Estados Unidos a especializarse en patologías psicológicas irreversibles. De alguna manera Sebas también estuvo presente mientras Pedro crecía.

Llegado el momento, Sebas conoció a una colega brillante y se casó. Su trabajo como investigador y teórico en su campo le permitió volverse a vivir al pueblo, y ella estaba encantada con la tranquilidad que le ofrecía Ávila. Por otro lado su madre no podía esperar un final mejor para su hijo, y tenerle tan cerca le regalaba un tiempo del que nunca había dispuesto ya que Pedro pasaba la mitad del tiempo en casa de su hermano, jugando con su cuñada y enseñándole Castellano. Ella había pensado que era buena idea que Pedro la ayudara a mejorar el idioma y con algunas cosas en la casa, que le haría sentirse útil a sus cuarenta y tres años, y la verdad es que últimamente estaba más estable. Pedro y ella pasaban mucho tiempo juntos incluso se quedaba a dormir a veces. A ella también le tocaba su pelo negro de cuando en cuando.

Aquella tarde Sebas acompañó a su madre a un pueblo cercano para mirar una cama eléctrica de las que levantan la mitad, tras una semana de negociaciones con ella para que comprendiera que le sería más cómodo, que no era una lisiada y que podía valerse por si misma, pero que le sería más cómodo. Los veinte minutos que les separaban del otro pueblo se los pasaron contando anécdotas de cuando Pedro y él eran jóvenes, de lo bien que lo pasaban juntos jugando al escondite, de lo que costaba encontrar a Pedro y de el conejo negro que tenía que no dejaba dormir a nadie. De aquel conejo Sebas casi ni se acordaba y el recuerdo le dejó un sabor de boca extraño que cerró la conversación. Al salir de la tienda Sebas llamó a su esposa para saber si necesitaba algo del supermercado pero ella no respondió al teléfono.

Treinta minutos más tarde, y tras dejar a su satisfecha madre en su portal, Sebas abrió la puerta de su casa encontrándose a Pedro con una taza de café caliente, la mirada más consciente que le recordaba y una sonrisa socarrona.
--¿Te acuerdas cuando jugabamos de pequeños en el patio? ¿lo que te costaba encontrarrme?
Sebas se asustó, no era normal toda aquella elocuencia y tranquilidad.
-- Hola hombre, parece que hoy toca recordar. – Mientras se encaminaba hacia el estudio.
-- Recuerdo una noche que me escondí debajo la mesa vieja de papá para que si venía mamá por la noche no le hiciera nada a mi conejito. Pero no vino. Anoche también me escondí, estábais haciendo mucho ruido, no podía dormir. Le encanta que la llames conejito ¿verdad?

Sebas apenas prestó atención, estaba desgarrando lentamente la bolsa de plástico que tenía su esposa en la cabeza. Sin llorar, sin gritar, comprendiendo exactamente lo que pasaba y recordando haber escrito más de un artículo sobre ello.

2.2.10

Diagonales

                                                                        foto: Roger Mercader

Las diagonales son lineas caprichosas que van del cielo al subsuelo sin rechistar.
Van del amor al miedo y de vuelta al amor.
Van de tus hombros a tus pies y de mi mano a tu espalda.
Todo está lleno de diagonales, que son el camino mas largo entre arriba y abajo.
Entre abajo y arriba.

Mi diagonal va hacia arriba.
De mi incapacidad a mis sueños.
Del miedo de nuevo al amor. Al Amor.
De la pena a la esperanza.
De mi mente a mi corazón.

De nosotros a mi, para poder ser Nosotros.
Del pasado al presente.
Del futuro al presente.
Del anhelo tímido al objetivo claro.
De la escasez a la abundancia.

Mi diagonal se cruza con la tuya y ambas tocan el cielo.
Y con ellas Nosotros. Y con Nosotros quien quiera.
Y cada vez la diagonal se hace mas y mas perpendicular al suelo. Al cielo.
Y cada vez subimos mas rápido. Y no hay fin.
No mientras sepamos que soñar es crear. No mientras dependa de Nosotros.

Y hasta que dejemos de tener cuerpo, no depende de nadie mas.

1.2.10

La vie en rose